Artículo de Rubén Duro Izquierdo

Antes de comenzar a escribir estas líneas, creo que es mi deber presentarme ante el lector que desee pasar un rato entretenido leyendo mis humildes palabras. 

Me llamo Rubén y nací en la provincia de Soria hace veinte años. Muchos me considerarán demasiado joven para tener la experiencia necesaria para escribir sobre este apasionante mundo sobre el que gira una gran parte de mi vida, el mundo de la caza mayor, pero yo considero que ya tengo una extensa trayectoria en estos derroteros para poder, al menos, intentar transmitir lo que representa para mi esta afición, lo cual no significa que no me queden todavía miles de cosas que aprender para llegar a ser un buen cazador.

Siempre he estado rodeado del mundo cinegético, mi padre a la vez que mis abuelos y mis bisabuelos han sido siempre cazadores, por lo que como se suele decir “la afición me viene de cuna”. Desde que nací siempre he estado rodeado de animales, trofeos, escopetas, campo… los cuales siempre despertaban en mi un gran interés, pero hay un elemento imprescindible en casi cualquier modalidad de caza que nunca debe faltar, aquel que nunca te falla, que es tu compañero fiel, y que crea en mi un sentimiento de orgullo y respeto, el perro.

Mi padre siempre ha tenido rehala, una rehala de las de antes, compuesta por una veintena de perros atravesados, perros incansables, valientes, con un buen olfato y una buena vista que combinan con una dicha que hacen estremecer el corazón de cualquier montero que se haga llamar como tal, la sensación de verlos correr detrás de un gran venado o un viejo y astuto jabalí no tiene  precio para mí y no la cambio por nada del mundo. 

Pero hoy no he decidido escribir sobre mis perros, he decidido escribir sobre uno de los momentos por los que a uno se le mete en la sangre el veneno de la caza, y este momento es el agarre.

Para los que no están puestos en el tema, un agarre es el momento en el que la pieza a cazar es acorralada por los perros, que la inmovilizan para que así se pueda realizar el remate a cuchillo. Es un momento emocionante que descarga un torrente de sensaciones en tu cuerpo que para alguien que no lo haya vivido, son muy difíciles de explicar pero voy a proceder a intentarlo para aquellos que todavía no han tenido la gran suerte de presenciar uno.

Cada agarre es un mundo, y que yo sepa, no hay dos iguales, sin embargo, todos comparten una serie de características que se repiten en la mayoría de los casos.

Durante el transcurso de la jornada cinegética, que ha sido mejor o peor, más corta o más larga, más dura o más suave, un escalofrío te recorre todo el cuerpo y lo notas otra vez, es otra vez esa sensación, esa sensación que te hace recorrer cientos de kilómetros para ir a cazar, esa sensación que hace que te levantes a horas que para el resto de los mortales son impensables, que te hace soportar largas jornadas de un frio helador o de un calor asfixiante, esa sensación que la mayoría no llega a experimentar nunca pero a mi hace que se me erice el pelo y me lata el corazón a mil por hora… un jabalí se encuentra cerca. No sabes por qué, pero lo sabes, se nota en el ambiente.

Es una sensación difícil de explicar, notas a los perros mucho mas alterados de lo normal y sabes que les ocurre lo mismo que a ti, ellos también notan la cercanía de un macareno, buscan incansables por todos los rincones imaginables y de repente sucede lo que llevas esperando durante apenas cinco minutos pero que a ti te parece una eternidad, escuchas a uno de tus perros comenzar a ladrar, es un ladrido distinto al resto que solo la experiencia te permite diferenciar de otros, y se produce un silencio de apenas un segundo en el que todos, perreros y perros intentamos averiguar la procedencia del mismo.

Cuando ya que por fin hemos logrado encontrar al señor de nuestros montes, el jabalí, todos los canes se dirigen hacia aquel ladrido que les indica que el animal se encuentra en aquella posición, tú los animas emocionado con tus voces, durante todo aquel jaleo de gritos, carreras y adrenalina los ladridos cambian de tono e intensidad, lo que se conoce por los entendidos como “ladrar a parao” y lo oyes, oyes gruñir al ansiado jabalí.

En ese momento te dan igual los kilómetros, los madrugones, el frío, el calor y si llevas dos horas de ojeo o doce, corres como alma que lleva el diablo entre chaparras y estepas hasta llegar al auxilio de tus perros. Tras una fatigante carrera llegas a aquel lugar y ves al animal defendiendo su vida con todas sus fuerzas contra la jauría de perros que, al igual que sus padres y sus abuelos en el pasado, se enfrentan con valentía contra el temido y admirado macareno.

Es una pelea de igual a igual en la que cualquiera de las dos partes puede salir muy mal parado, pero esta vez los perros han ganado y tienen al guarro firmemente sujeto, te acercas sigiloso por detrás, cuchillo en mano, y con cuidado le propinas una certera puñalada en el corazón que hace que el animal pierda rápidamente la vida. Hay que intentar siempre hacerlo de la forma menos dolorosa posible para él, por el respeto que este se merece y que se ha ganado con bravura. 

Notas cómo sus fuerzas se apagan y tan rápido como empezó todo aquel trajín se acaba, retiras a los perros con cuidado a la voz de “muerto, muerto”, compruebas las caras de satisfacción de los canes que ven su trabajo recompensado, los acaricias y compruebas que afortunadamente ninguno tiene heridas graves que un poco de Betadine no pueda curar. Tras indicar el lugar con una cinta roja o arrastrar al animal hasta algún camino cercano para poder aprovechar su carne te vuelves a poner en mano con los compañeros que te han estado esperando y prosigues tu camino, con una cara de tonto que no te la quita nadie mientras revives los momentos vividos y a la vez piensas en la próxima vez en la que podrás presenciar otra vez el ansiado momento en el que tus canes consigan agarrar otro esquivo y admirado jabalí.